domingo, 10 de septiembre de 2023

Haendel: "Felicissima quest'alma" (Apollo e Dafne) con el texto subtitulado

 Natalie Perez, mezzosoprano. Musica Viva, Alexander Rudin.


Oyendo este exquisito canto de Dafne, encarnada por la mezzosoprano francesa Natalie Perez, se comprende el repentino arrebato amoroso de Apolo (divinidad que rige, entre otras cosas, las artes musicales), que al escucharla exclama extasiado: “Che voce, che beltà! Questo suon, questa vista il cor trapassa” (“¡Qué voz, qué beldad! Este sonido, esta vista atraviesan el corazón”), aunando así el embeleso auditivo y el visual. Y enseguida trata de conquistar a la hermosa muchacha sin darse por enterado de lo que ella no ha cesado de repetir en su aria: que lo mejor es tener el corazón libre de ataduras, que no está por la labor de meterse en amoríos de ningún tipo; y además, como ella misma contará a continuación, resulta que es seguidora de la diosa Diana Artemisa (hermana gemela de Apolo), la divinidad de la caza y de los bosques, un espíritu agreste que rechaza con dureza a los varones (que se lo digan al pobre Acteón) y prefiere la compañía permanente de una comitiva de ninfas vírgenes. Se desconoce el autor del libreto de esta cantata de Haendel, pero se sabe que está basado en un episodio de las “Metamorfosis” de Ovidio. Compuesta durante la larga estancia del músico alemán en Italia, su título original es “La terra é liberata”, que son las palabras con que se abre el primer recitativo, en el que Apolo se jacta de haber librado al pueblo de Delfos de la amenaza de la monstruosa serpiente Pitón, a la que ha liquidado con sus flechas. A continuación al dios, ufano de su destreza como arquero, se le ocurre burlarse del niño Cupido (el equivalente romano de Eros, hijo de Venus Afrodita) cuando lo ve jugar con su arco, suscitando la venganza de este, que despierta en él la pasión por Dafne lanzándole un dardo certero, a la vez que la atraviesa a ella con la saeta que provoca el rechazo amoroso. El desenlace de la historia es bien conocido, y la mejor manera de ilustrarlo es contemplando el maravilloso grupo escultórico de Bernini sobre el tema: acosada por el fogoso dios, Dafne pide ayuda a su padre, el río Peneo, quien al momento la transforma en laurel (en griego Δάφνη es el nombre común del laurel), dejando a Apolo con la miel en los labios y con una áspera corteza vegetal entre los brazos. El dios, pese a su comprensible frustración, decide otorgarle a ese árbol el valor simbólico de la victoria, por lo que sus ramas adornarán desde ese momento la frente de los vencedores de las pruebas atléticas. Enlace a la interpretación completa de la cantata:    • Handel 1710 Apollo e Dafne HWV 122  



Apolo y Dafne. Heinz Balthes.


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Apolo y Dafne. Bernini. Galería Borghese, Roma.


Un comentario al "Apolo y Dafne" de Bernini

Dafne, la hermosísima ninfa, ha proclamado a los cuatro vientos cuánto valora su libertad. Y, por si esto fuera poco, el dardo que Cupido le ha lanzado provoca en ella un rechazo especialmente dirigido a su repentino pretendiente, cuyo divino rango no le causa la menor impresión.

Apolo, el bello, el venerado dios, traspasado de amor por ella, tras intentar abordarla con palabras y encontrarse con su rotundo rechazo, intenta abrazarla contra su voluntad e inicia una persecución por los bosques en los que un testigo inesperado presencia el momento en el que logra alcanzarla y asirla por debajo de la cintura.

Ese testigo no es otro que Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), que dejará en un bellísimo conjunto escultórico memoria eterna del episodio.

Tenía apenas veinticuatro años cuando inició la obra (1622-1625), pero ya poseía toda la maestría del gran artista que fue. Dominó todas las artes pero siempre se consideró escultor, un escultor que tuvo la capacidad de transformar el duro mármol en suave carne, en rugosa madera, en áspera piedra o en aleteante tejido que envuelve los cuerpos de sus figuras.

Estas cualidades aparecen en un conjunto escultórico cuyo realismo se ve matizado por la belleza idealizada de los protagonistas, por la elegancia de sus maneras, por la complicada y audaz composición en la que parece que el cuerpo de la ninfa se eleva sobre la tierra al tiempo que experimenta la transformación de sus formas. 

Dafne ha pedido ayuda, pero ignora de qué tipo será, por eso su cara expresa todo el horror que siente ante lo que está experimentando con un grito ahogado en su boca y con una mirada asustada y resignada que el artista consigue excavando al máximo la pupila de sus ojos.

Apolo no da crédito a lo que está presenciando, pues en ese preciso momento, con su cuerpo aún en movimiento, tiene la atención fijada en los cabellos de Dafne, que van volviéndose ramas y hojas. Parece que aún no es muy consciente de que la suave piel de la ninfa se va volviendo tosca madera y que de sus extremidades van surgiendo raíces que la fijarán a la tierra para siempre.

Acabada la transfiguración, la decisión de Apolo de convertir aquel árbol, el laurel, en emblema de la victoria, no podrá devolver a Dafne a la vida real. Pero, como es sabido, ni el uno ni el otro existieron realmente, y en cambio a nosotros su historia nos ha procurado un espléndido legado de obras de arte literarias y plásticas, entre las que destaca de forma excepcional esta obra maestra, ubicada en el centro de una gran sala de la Galería Borghese para que podamos pasar horas girando en torno suyo y admirándola desde todas las perspectivas posibles.

Carmen Sánchez Alarcón





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